Alza, de su jardín, junto al ventanal y en la cenefa , el pequeño (casi recién abierto al aire y la vida) cuerpo de un pájaro que agoniza. Lo tiene entre sus manos, mira sus ojos que apenas parpadean; lo estrecha hasta que, en efecto, muere. Durante largo tiempo lo abriga. ¿Una hora...? Es al final de la tarde. Protege el delicado plumaje amarillo de la desolación del asfalto y la noche. Al amanecer, el cuerpecillo se ha hecho más pequeño y seco. Lo alza y le quita algunas plumas después de besarlo.... Quiere guardarlas en LA BIBLIA, y ésta se abre en las páginas entre las cuales había dejado antes un rojo pétalo de rosa ¿Acaso lo esperaba? Pero ahora tiene que regresarlo a la naturaleza; piensa en la fronda, en el oscuro interior de las ramas de los árboles y se dice: no,- "lo dejaré en medio de la hierba alta que ondula con el silencio del día..." Así lo hace; lo lanza en algo que no es ya ni un vuelo, ni el vuelo, ni su vuelo... No mira, entre las nubes y la niebla, cómo ni cuándo cae. Guarda, sí y por todo, el haberlo lanzado hacia los débiles y fugaces trozos de azul del firmamento.
Jaime García Maffla
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