lunes, 30 de noviembre de 2015

EL ANCIANO

                                            ANTE  LA ENREDADERA

Era un hombre del campo. Su piel ennegrecida por los soles y el viento, dejaba apenas entrever los gestos que desde su alma subían a su rostro. No reía. Lo veía yo a penas iniciada la mañana, casi quieto, si tan lentos habíanse hecho sus breves, cortos pasos. Siempre al borde el angosto sendero y delante de un muro cubierto por una tubida y no muy alta enredadera, a la cual se había encargado de cuidar.

Con la mirada fija -aunque alternativamente puesta en ella y en la distancia- buscaba las hojas que se habían secado, para suavemente arrancarlas, como los pétalos próximos a marchitarse de unas pequeñas flores color naranja. Aunque no siempre con las mismas ropas. Ellas, sí, desgarradas. Dejaba que los dejaba caer en el sendero de tierra seca, yerma, diríase desolada. Tardaba algo como media mañana  en recorrer y cuidar esa enredadera de no más de tres metros.

Pero eran en él la fijeza del tiempo y del espacio, de la edad, y de un nada suceder nunca en torno suyo, salvo él en sí mismo, mimetizado con el fondo de la fronda a solas, abandonada de otras manos que no fueran las suyas, como pareceía serlo también su vida misma... Un día ya no estuvo más dibujando aquel aire con sus ojos, también ya secos, también ya eternos...  

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